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Fecha: 19-11-2010 Sección: Cultura

Gilles Larraín: Nuestro hombre en el Soho

Por: José Manuel Simián, desde NY

 

Este fotógrafo de padre chileno es para muchos una leyenda de la fotografía. Su taller de Manhattan fue escenario de sesiones de retrato para Dalí, Miles Davis y Baryshnikov, y hoy es el lugar donde cada mes organiza un “Salón” de arte en vivo, en el cual da rienda suelta a su otra pasión: la guitarra flamenca. Quizás sea la hora de que, tras seis décadas de separación, el artista y Chile se vuelvan a encontrar.

 

Desde la acera, la ventana parece cualquier otra vitrina de SoHo: una tienda de ropa cara, una galería de pinturas, o el taller de un artista que no tiene nada que esconder. Pero tras la doble puerta gris que marca el número 95 de la calle Grand hay un mundo de definiciones. Fotos en blanco y negro de músicos y bailarines de flamenco casi de tamaño real tapan las paredes. Más allá, retratos de algunos de los personajes del mundo del arte y la cultura más importantes de las últimas décadas: Dalí, Baryshnikov, Mapplethorpe, Norman Mailer, John Lennon, Miles Davis. Y luego, unos metros más adentro, el piso se abre a un loft invertido que crece hacia abajo como una caverna.

Gilles Larraín, el señor de la caverna, es un hombre fornido, no muy alto, cuya calva y pelo blanco a los costados recuerdan un poco al Picasso mayor. Pero Larraín no tiene nada de viejo. Puede que, a sus 72 años, este fotógrafo se mueva pesadamente por su taller, pero algo en su forma de vestir -zapatillas, pantalones y camiseta negros- y su intensidad le confiere un aura atemporal.

“¿Qué quieres tomar?”, pregunta con su voz áspera -un castellano casi perfecto, salpicado de acento francés- y modales de anfitrión innato. Afuera, en el mediodía de Manhattan, la gente corre, trabaja y se estresa. Pero en la mesa de su taller -una larga superficie de madera cruda construida por él- no hay apuro alguno.

Gilles Larraín es un hombre fornido, no muy alto, cuya calva y pelo blanco a los costados recuerdan un poco al Picasso mayor. Pero no tiene nada de viejo. Puede que, a sus 72 años, se mueva pesadamente por su taller, pero algo en su forma de vestir le confiere un aura atemporal.

Gilles Larraín nació en Dalat, Indochina, del matrimonio del diplomático chileno Hernán Larraín y la franco-vietnamita Charlotte Mayer-Blanchy. A los cuatro años, Gilles viajaba a Chile, donde viviría hasta los diez entre Santiago y la Quinta Región. Luego las misiones de su padre lo llevaron a vivir en Buenos Aires, París, Nueva York, Montreal, y de vuelta a la capital francesa, donde realizó estudios de arquitectura. Se desarrolló como pintor y artista visual (se le considera uno de los pioneros del arte cinético) y, en 1969, cuatro años después de haberse instalado definitivamente en Nueva York, decidió dedicarse a la fotografía. En 1974 compró este edificio de cinco pisos (los cuatro superiores se los cedió posteriormente a su hija y ex mujer) por el ahora irrisorio precio de US$ 95.000.

“No regresé a Chile nunca”, dice entornando sus ojos azules hasta convertirlos en una pequeña línea, como si lo sorprendiera el paso del tiempo. “Y tengo que regresar. Pero no porque haya estado ausente no soy chileno. La ausencia no hace más que dar un espacio de tiempo, pero no significa que no haya conexión”.

Esencia

Las fotografías de Larraín se asemejan un poco a su taller: es difícil serles indiferente. En sus retratos siempre aparece un rasgo definitorio; su célebre libro Idols (1973), de retratos a transformistas, es una explosión de color y provocaciones; su trabajo con músicos de flamenco logra replicar esa dualidad de control y visceralidad que define a la música andaluza; algunos de sus dípticos establecen paralelos insospechados, pero luego insoslayables entre rincones de dos ciudades separadas por un océano; sus múltiples desnudos exploran las variantes del erotismo y el lenguaje onírico.

“Es un paisaje del alma, no una cosa de pasaporte, ¿no?”, dice Larraín sobre sus célebres retratos. “La foto es una conexión que va más adentro. Por eso es que mis proyectos demoran mucho”.


John Lennon y Yoko Ono.
Fotografía: Gilles Larraín

“El control viene solo”, dice sobre la noción que ha usado para describir sus retratos. “No lo puedes explicar de una forma mecánica. Por ejemplo, aquí estamos tomando vino y yo te digo: ‘Vamos a sentarnos allá’ para hacerte un retrato. Preparo las luces que me interesan para ver posibilidades de volumen, de sombra, un tono dramático, etc. Pero una vez que estemos allá, es como una operación. No una anestesia, sino al revés: es despertar en vez de dormir; una adrenalina fuerte para que te despierte, para que salga tu esencia”.

Arte de Salón

La energía de esos ejercicios de control y liberación ha dejado su huella en el estudio. O al menos eso piensa Larraín. Y ésa es una de las razones que da para organizar cada último jueves de mes, junto a su mujer, la diseñadora rusa Louda, y un pintor, su “Salón de Arte”, una fiesta por la que se paga entrada para comer tapas, tomar vino y presenciar un programa de artistas en vivo: músicos, poetas y pintores que retratan a modelos desnudos.

“La gente viene aquí porque hay sorpresas”, reflexiona el fotógrafo sobre el evento, iniciado a comienzos de 2009. “No sabes quién va a ser el performing artist. Aquí vino una vez un tipo, un tenor de Europa. Cantó a cappella, sin música, sin micrófono. Toda la gente estaba así, con escalofríos. ¡Era Grecia! ¡Era Zeus! ¡Era Júpiter! ¡Era la antigüedad total! Y después una cosa moderna… Esa mezcla permite que no haya una noción de in and out, de moda o no moda. Esto no es moda; es una especie de laboratorio que se reúne cada mes”.

A los cuatro años, Gilles viajaba a Chile, donde viviría hasta los diez entre Santiago y la Quinta Región. Luego las misiones diplomáticas de su padre lo llevaron a vivir en Buenos Aires, París, Nueva York y Montreal. En 1969, cuatro años después de haberse instalado en Nueva York, decidió dedicarse a la fotografía.

El último jueves de octubre, unas 50 personas bajaban lentamente la escalera del laboratorio y comenzaban a congregarse en torno a su mesa de madera, convertida en un banquete de quesos, tapas, un guiso de cerdo con frutas repartido entre varias fuentes y vinos. Sobre el tablado donde saca sus fotos, Gilles hacía un dúo de flamenco con un joven trasplantado hace poco de Sevilla. (Larraín es un músico avanzado para no considerarse profesional: mucho más que un amateur, menos que un virtuoso).

En medio de la fiesta destaca la figura de un tipo bien vestido y parecido que todavía no debe llegar a la cuarentena. Se mueve con la confianza que sólo tienen los dandis de profesión y los millonarios, lo que también, vale decir, es una síntesis de buena parte de la concurrencia. (Entre los otros, los que no caen en esas categorías, predominan los artistas, muchos de los cuales participan de una u otra forma en el Salón vistiendo los diseños de Louda, o con disfraces que tienen relación con Halloween, que se celebra un par de días después: un pirata, bellezas góticas convertidas en monstruos y una mujer con un pecho al aire que parece haber sido destrozado por ácido).


El músico y artista Jack Walls y el fotógrafo
Robert Mapplethorpe.

Fotografía: Gilles Larraín

Entre los números musicales y el cuchicheo de la gente, el dandi presuntamente millonario hace algo inesperado: se sube al tablado, y lenta y metódicamente comienza a quitarse la ropa. Una modelo de pelo rizado hace lo propio junto a él, mientras conversan como viejos amigos. Luego posan, uno afirmado en el otro, para que un pintor que también va de pirata los inmortalice sobre un papel, mientras Gilles vuelve a rasguñar la guitarra. La atmósfera es sublime, erótica y decadente. La antigüedad total.

Flamenco

Las famosas fotos de artistas de flamenco de Larraín datan de 1983. La revista alemana GEO lo había enviado a Sevilla a retratar a los músicos gitanos, pero los canales oficiales no lo habían llevado muy lejos. Tras días de fracasos en conseguir entrevistas con músicos, salió a caminar y encontró a un joven tomando coñac en una barra, haciendo ritmos sobre la mesa y cantando.

“Yo me pongo al lado de él y le hago contrapunto”, dice Larraín, haciendo un ritmo sobre su mesa de madera. “‘¿Te gusta el flamenco?’, me preguntó , y luego de contarle mi historia, me dijo ‘Ven conmigo’ “. El joven lo llevó a un célebre local llamado La Carbonería, donde lo recibió su propietario, Paco Lira, patriarca de la música andaluza. Tras comprobar que su pasión por la música era verdadera, lo invitó a vivir a su casa durante mes y medio. En ese tiempo, juntos recorrieron toda la zona, fotografiando a personajes que hoy son parte de la leyenda: El Farruco, El Chocolate, Pedro Bacán, El Cabrero y muchos más.

“No regresé a Chile nunca”, dice. “Y tengo que regresar. Pero no porque haya estado ausente no soy chileno. La ausencia no hace más que dar un espacio de tiempo, pero no significa que no haya conexión”.

“El flamenco es un río que viene de India al norte, que cruza tierras árabes, judías, todo. Y una parte va por Túnez, Argelia, Marruecos, España, mientras la otra va por Europa, Hungría, Alemania. Y como todo río, lleva con ello aluviones, tierras de todos los lugares. Es una música histórica, antigua”.

Trina Bardusco, destacada directora audiovisual, trabaja actualmente en la producción de la serie “En busca del duende”, en la que pretende documentar el momento en que Larraín retrató a las nuevas generaciones del flamenco, además de explicar cómo lo logró en los ochenta. “Sus fotos son clásicas y universales a la vez”, dice Bardusco. “No se habían hecho fotos de esa generación de artistas tan importantes que mostraran simultáneamente su paisaje interno y el paisaje de Andalucía”.


Miles Davis.
Fotografía: Gilles Larraín

Miles

1983 fue un año de gracia para Larraín. Columbia Records le pidió que fotografiara a uno de sus artistas más importantes.

“Miles Davis no le daba un pepino de respeto a nadie, al hombre blanco”, recuerda Larraín. “Le dijo a la compañía que iba a venir a verme, p.ero sin comprometerse a nada. Cuando entró a mi estudio, me dijo que me daba sólo cinco minutos”.

“Hacía un calor espantoso. Era julio y mi aire acondicionado estaba roto. Yo le pregunté si tenía sed. ‘I’m always thirsty!’, me contestó. Entonces abrí un vino, le preparé unas buenas tapas, jamón serrano, unas gambas al ajillo, y le puse música de La Niña de los Peines, que canta una cosa que sube hasta el cielo. Ahí, comiendo y tomando vino, Miles dijo, ‘Ah, this is good'”.

“Y luego me pregunta, ‘¿Por qué esta música?’. Y yo le digo que porque me gusta, porque me apasiona el flamenco. Al contarle que tocaba un poco de guitarra, me ordenó: ‘Go get your guitar!’. ‘Go get your trumpet!’, le dije yo. Empezamos a tocar aquí y se quedó cinco, seis, siete horas. Después le tomé una foto en que tiene su trompeta y está sonriendo mientras me muestra cinco dedos, por los cinco minutos que se iba a quedar”. (Las fotos de las sesiones de Larraín con Miles Davis decoran las portadas de los discos “Decoy”, de 1983, y “Aura”, de 1989).

1983 fue un año de gracia para Larraín. Columbia Records le pidió que fotografiara a uno de sus artistas más importantes. “Miles Davis no le daba un pepino de respeto a nadie, al hombre blanco”, recuerda Larraín. “Cuando entró a mi estudio, me dijo que me daba sólo cinco minutos”.

Afuera

Como buen anfitrión, Gilles acompaña hasta la salida. Pero como si la conversación fuera un río que no puede parar, se detiene ante las gigantescas fotografías -como si las viera por primera vez- que decoran el vestíbulo de su taller, en un gesto que parece encerrar más conexión con sus retratados que vanidad.

“Mira eso”, dice apuntando con la vista a una foto en blanco y negro casi de tamaño natural. Ahí están, congelados, en hermoso y frágil blanco y negro, el cantante Potito, quien ni siquiera ha llegado a la pubertad, haciendo palmas, y el guitarrista Changuito, tocando algo con la vista en el suelo.

Y luego Larraín trata de decir algo, pero las palabras parecen volver a agolparse entre su pecho y su boca. Y entonces lo único que logra decir es un elogio extraño, pero que nunca fue más apropiado: “Esto… esto no es rock, ¿ves?”.